sábado, 31 de marzo de 2007

postheadericon De brujas y escobas

Las miró como si fuese la primera vez que las veía. Aparentemente eran las mismas figuras, pero en realidad ya no. Sus semblantes habían cambiado, sus palabras, sus miradas, cada uno de sus gestos escondía algo oscuro, algo oculto y pernicioso. Diana las escudriñaba desde un rincón, estudiaba cada uno de los movimientos de sus anfitrionas, aunque eran los momentos de aparente quietud los que más la perturbaban, recelando por una repentina emboscada.

Tal vez la obligasen a beber el fétido brebaje que ellas mismas engulleron para convertirse en lo que ahora eran. Cuando sus manos la tocaban o cuando le ofrecían azúcar o leche para el té, Diana sólo podía pensar que detrás de sus torvas sonrisas y atenciones calculadas en realidad se escondía un horrible hechizo. Y temía que le hiciesen perder el juicio, que la vaciasen de sí misma, que la sometieran a la más plácida obediencia o a un terrible tormento a fin de distracción. En esto pensaba y se encontraba inquieta, sentada en una silla entre ellas.

El reloj de la sala dió las seis y todas la miraron espectantes y en silencio, como esperando el resultado del conjuro. Diana temió que tal vez no pudiese levantarse de la silla, o que no lograse alcanzar nunca la puerta de salida, que esta se alejara más y más a medida que caminase hacia ella. En apenas segundos se le ocurrieron cientos de posibles bromas macabras dignas del ingenio y crueldad de los dioses griegos. La angustia oprimía su pecho.

Y entonces se levantó con tranquilidad y calmadamente les dió las gracias por la invitación y las atenciones y se despidió de ellas. Abandonó la calurosa sala y avanzó de forma serena por el pasillo estrecho y un poco inclinado. Al final se encontraba la misma puerta que en su mente había cruzado de forma obsesiva una y otra vez a lo largo de la velada. Nadie la acompañó a la salida, Diana conocía bien el camino, lo había recorrido tantas veces... y sin embargo ahora tampoco era el mismo, todo le era extraño. Abrió la puerta y salió al porche. El sol la cegaba y al respirar, entraba calor en su cuerpo en lugar de aire. Cruzó la verja y avanzó y cuando se hubo alejado lo suficiente, se sentó sola al borde del camino y comenzó a llorar. Lloró hasta que cayó la noche. Y otras muchas veces lloraba sola por dentro.

La escena fue aparentemente la misma, pero en realidad no. No podía decir qué, pero algo las cambió en aquel lugar tiempo atrás.
Y algunas noches Diana las pudo ver volando bajo, rondando en los caminos a viajeros extraviados.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es bastante frecuente sentirse entre brujas y vampiros. Te entiendo muy bien.

Anónimo dijo...

Nunca supo si se trató de una casualidad o si en realidad, su encuentro con Ernesto, aquel joven de aspecto quebradizo al que solía ver en la biblioteca, fue parte de un plan minuciosamente concebido.

Lo cierto es que él, entregado como había estado desde muy joven a los secretos de la alquimia, tampoco sabría decir, aun hoy, qué o quién hizo que se cruzaran sus caminos.

Y menos aún sospechaba que en las lágrimas de Diana encontraría la esencia de la última poción que tendría necesidad de crear.